Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia: «La sabiduría multiforme de Dios…»

doctora (1)

Tal día como hoy, 27 de septiembre de 1970, el papa Pablo VI proclamaba a Teresa de Jesús doctora de la Iglesia. Ofrecemos aquí la versión en español de la Carta Apostólica Multiformis sapientia Dei, por la que le confiere este título. La versión original en latín se puede ver en este enlace:

LETRAS   APOSTÓLICAS  DE  NUESTRO   SANTÍSIMO  PADRE PABLO POR   LA   DIVINA   PROVIDENCIA PAPA  VI

POR  LAS  QUE  SANTA  TERESA   DE  ÁVILA SE  PROCLAMA  DOCTORA   DE  LA  IGLESIA

PABLO  VI

Para perpetua memoria

 

La sabiduría multiforme de Dios  algunas veces  se manifiesta  de una  manera más  intensa a los discípulos  predilectos  de Cristo,  a  los  que  se  da conforme a su arcano propósito y singular liberalidad, para que  entiendan  cuál es  «la anchura, la longitud, la altura  y la profundidad: y que  conozcan también  la sublime caridad de  la ciencia  de  Cristo»  (Ef. 3,  18). Pues «el  Espíritu Santo no solamente santifica y drige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios, y lo enriquece  con  las virtudes,  sino que distribuyéndolas a cada uno según quiere (I Cor. 12, 11), reparte  entre los fieles gracias de  todo  género, incluso especiales, con  los  que los  dispone y  prepara  para  realizar  variedad de obras y de oficios provechosos  para la renovación y una más amplia edificación  de  la  Iglesia»  (Con. Vat.  11,  Lum.  G.  12).

Profusamente con esta abundancia de carismas divinos fue enriquecida Teresa  de  Jesús, aquella  preclarísima y nobilísima virgen, reformadora de la Orden de la Bienaventurada Virgen  María  del  Monte  Carmelo, que, sencilla en  sus costumbres y desconocedora  de  las  letras  humanas, sobresalió de tal suerte en sus palabras y escritos, que se le pueden referir aquellas palabras: «En medio de la Iglesia abrió su boca» (Ecc.  15, 5), y con todo  merecido derecho fue predicada santa por santos varones, más aún, escogida  como guía segura y maestra por  los  doctores  de  las  disciplinas sagradas; y aun­ que envuelta en muchos  asuntos  propios de su  cargo, siempre  se la contempló ambicionando de continuo la mejor, es decir, la celestial patria; frecuentemente enferma y pesada en el cuerpo, llena  de  ánimo,  se propuso llevar a cabo empresas difíciles por la gloria de Dios y la utilidad de la Iglesia de Cristo.

Por lo tanto, siendo  esta  sierva  de  Dios  en  todo  tiempo  celebrada,  ya por los insignes  hechos  de  su vida, ya por  las eximias virtudes  de  su ánimo, ya por la agudeza de su ingenio, todo esto lo juzgamos como suficiente motivo para que, a la manera como Nuestro predecesor  Gregorio XV decretó los honores de santidad con el fin  de  que  todos  los  fieles  de Cristo  entendiesen cuán abundantemente derramó Dios en su sierva el Espíritu Santo  (cf.  Litt. Decre. Omnipotens sermo), así Nos, principalmente por su conocimiento y enseñanza de las cosas divinas, no  dudemos  en declararla  Doctora  de la Iglesia, la primera de las mujeres. Esperamos  y confiamos  sucederá así, que Teresa de Jesús, declarada maestra de la vida cristiana  por  solemne  decreto,  induzca de modo vehemente a los hombres de nuestro tiempo a cultivar principalmente todo aquello que conduce a fomentar la  piedad del alma hacia la contemplación y la consecución  de las cosas  celestiales.

Teresa  nació  en Ávila,  tierra de España,  el  día 28 de marzo  de  1515. De niña prenunció  ya lo que más tarde debía ser, cuando  en el huerto  de su casa se  esforzaba  en  llevar  una  vida  recogida ,  con  la  determinación  de  llevar  a cabo lo que con frecuencia  leía de los mártires de la primitiva Iglesia. Difunta prematuramente  su  madre,  escogió  a  la  Madre de  Dios  como  auxilio  y refugio.  Y,  en efecto, muy  eficaz le fue,  pues  desde los comienzos  de su  adolescencia  deseó consagrarse  enteramente  a Dios, y  a  los  veinte  años  ingresó  en un convento  carmelitano  de mujeres. Aunque  con indudables  muestras trataba de cultivar las virtudes,  sin embargo,  comenzó  a aflojar un tanto de su primer fervor  y  a desviarse  de  su  propósito.  Felizmente  para  ella,  con  la  ayuda  de Pedro de  Alcántara,  Luis  Beltrán, Francisco  de Borja, Juan de Ávila y otros santos   varones, fue  atraída   vehementemente  hacia la consideración de los bienes celestiales  y  a realizar  siempre  las obras más  perfectas  y  agradables  a Dios.  Tal  consejo  lo  cultivó  y  perfeccionó con esforzado  ánimo,  como  nos consta  por  sus  confesores  y  todos aquellos  que estuvieron  a  ella  ligados  en su género  de  vida  y  en  sus  empresas.

Sin embargo, parecía estar llamada a dirigir empresas  extraordinarias, para las que gozaba de ingenio  y de una  cierta inclinación  de la voluntad. Se sentía empujada por  un constante y firme pensamiento  de fundar  un  convento  de su Orden que fuese regido por un género de vida más alto que el que normalmente se llevaba; lo cual realizó con la aprobación de la Sede Apostólica, aconsejada de hombres santos, a la edad de cuarenta y siete años. Superó con valor tan intrépido todas las  dificultades que por doquier surgían, y  con tanta constancia se entregó a esta empresa, que en breve espacio  de tiempo pudo fundar otros  no  pocos  conventos  en provincias  de España.

Con el fin, además, de atender mejor a los monasterios reformados de monjas y para cooperar al incremento de la Iglesia con  obras  apostólicas, pensó en conducir también a una más  alta  disciplina  de  vida  a  hombres  religiosos agregados a su  Orden,  y, en efecto,  logró  su  propósito, especialmente con  la ayuda  y  cooperación  de  San  Juan  de  la  Cruz.

De este modo, pues, instituida y aumentada la reforma, se dedicó  a formar en un  alto género de vida a aquellas mujeres, cada día más numerosas, que se le habían agregado; esto es, para que viviesen recogidas y a solas con Dios, elevasen a El continuas oraciones por la Iglesia, mortificasen su cuerpo con frecuentes y voluntarias  mortificaciones, y estuviesen unidas por cálida afabilidad y caridad, obedeciendo  el principal  mandato de Cristo. Ella servía de estímulo y ejemplo en el ejercicio de todas las virtudes. Precedía en la prudencia y la sencillez evangélica, humildad de ánimo,  obediencia  para  con sus  superiores aun en las cosas arduas de cumplir, desprecio de sí misma y un singular deseo de ser útil a todas, pues tratándose de  ayudar a otros no vacilaba  en  ofrecer todo cuanto tenía. Además practicaba una vida austera y mortificada, fue paciente en las adversidades, muy agradecida a Dios en  los éxitos.  Brillaba  por su inflamada piedad hacia Dios, por cuyo amor  casi desfalleció. Cada vez más favorecida por Dios como mercedes innumerables, no obstante, ella se adhería enteramente a los consejos de la Iglesia, teniendo en mayor valor la obediencia fiel y humilde a los ministros de Dios, que las mismas visiones, revelaciones y éxtasis. Debido  al trato  asiduo  con  Dios, según  cuentan, se veía  resplandecer en su rostro algo como luminoso que causaba a todos suma admiración y gozo.

A esto hay que añadir, que Teresa cultivó las virtudes que llaman humanas, como son  el esfuerzo  intenso  para  decir  la verdad,  guardar  fidelidad, cumplir lo prometido, impregnar sus conversaciones familiares de alegría y humanidad. Se distinguía en todo lo que hacía o padecía  por  su grandeza  de ánimo,  unida a la afabilidad y a una justa  estima  y  reverencia  hacia  cada persona.  Ni hay que olvidar que ella, entre todos los quehaceres y constantes trabajos, hallase tiempo y fuerzas para escribir obras preclaras, que por sí requerirían entera la vida de un hombre muy laborioso, y ella lo hizo disertando sutil y agudamente sobre cuestiones altísimas  de Dios  y de  cosas divinas.

Por tanto tiempo y tan intensamente  trabajando,  por  fin le asaltó una  corta y mortal enfermedad en la ciudad de Alba, que la obligó a desistir de otras empresas que había  comenzado.  Declarándose  una  y otra vez hija  amantísima de la Iglesia de Cristo, esta gran madre  expiró piadosamente el día  4 del mes de octubre  de  1582.

La que mientras vivía fue por todas partes alabada por sus singulares virtudes, después de muerta sobresalió y fue venerada  de  manera  más brillante. Con todo merecimiento, pues, el Papa Pablo V le concedió los honores de los beatos, y Gregorio XV, los de los santos, proponiéndola además como ejemplo de vida cristiana y religiosa, hacia el  que  todos hemos  de dirigir la mirada. Pues si somos atraídos por la santidad de esta sierva de Dios para imitarla, asimismo nos sentimos movidos a la suma admiración por la excelencia de su doctrina. Si bien ella varias veces atestigua su impericia en entender y enseñar, sin embargo, la realidad es que supo captar, enseñar y escribir cosas sublimes con la ayuda de Dios, consciente de que Cristo  era la única fuente y como el libro vivo de su sabiduría. Referente a esto, hay que considerar como maravilloso principalmente que Santa Teresa penetrase con tanta profundidad y tanta destreza en el misterio de Cristo  y en el conocimiento del alma humana,  que su doctrina demuestra la indudable presencia y la fuerza de un singular carisma del  Espíritu.  En  efecto,  dentro de esta  doctrina sobresalen el sentimiento  altísimo de las cosas, la comprensión íntima del misterio del Dios vivo, de Cristo Salvador  y de la Iglesia, una palpitante  experiencia de la gracia que ennoblece y dilata la naturaleza adornada de tantos dones. De aquí, la suma eficacia y la autoridad perenne de su doctrina, que incluso se extiende más allá de los confines de la Iglesia católica y llega hasta los mismos  no creyentes.

Su magisterio no solo tuvo importancia  con  respecto  a la  vida  de los fieles, sino también, y por cierto eficientemente, para aquella parte del conocimiento teológico, tan  escogida  y  de  gran  valor,  que  hoy  se  llama  teología  espiritual. Los escritos de Teresa son,  pues,  una  fuente ubérrima  de  múltiples  experiencias, de testificación, de penetración espiritual, en donde los autores de la dicha teología han bebido en abundancia. Los mismos escritos, aunque por diversos motivos y circunstancias redactados y carentes de un plan  de  antemano  ya establecido, forman con todo un  cuerpo  coherente  y sólido  de  doctrina  espiritual. Así, en el  libro  que  se  titula  «Libro  de  su  vida»,  nos  cuenta  todas  aquellas cosas que Dios misericordioso ha obrado en ella, explica su sentido  y  las presenta  a  la  vista  de  los  lectores  como  una admirable y cierta especie  de «historia de salvación». En el volumen que lleva por título «Camino de perfección» describe con exquisito  arte de educadora los fundamentos ascéticos  de la vida teologal, es decir, las virtudes fundamentales, la necesidad  y grados de oración, incluso  contemplativa.  Después,  en el libro llamado  «Castillo interior»,  explora el pleno y perfecto desarrollo de la vida divina en el hombre, el cual puede ser partícipe  del misterio  de la Trinidad  y de Cristo hasta los grados más elevados de la  experiencia  mística. En  la  obra  vulgarmente  llamada  «Libro  de las  fundaciones» describe  sus empresas apostólicas, así como  los trabajos  que por  la reforma de su Orden y por la Iglesia de Cristo tuvo que soportar. Aparte están sus  Cartas,  llenas de humanismo,  que  muestran la adaptabilidad  de su alma e ingenio, puesto que se ve obligada a vivir intensamente su propuesta vida contemplativa y a la vez a participar en las vicisitudes religiosas y humanas de los hombres  de su tiempo.  Por fin,  en los comentarios llamados  «Relaciones» destacan su religión  y esfuerzo por  someter enteramente a la autoridad  de la Iglesia  sus mercedes  sobrenaturales.  Cristo  es como el  centro  de toda  la doctrina espiritual  de Teresa,  el cual nos  revela  y  une  al Padre,  al mismo  tiempo  que nos  asocia a Sí mismo;  sus principales  puntos  de doctrina son la oración  cristiana  como vida  de amor, y la Iglesia,  por  la que se realiza  el reino  de Dios entre nosotros. Nuestra  unión  con Cristo se verifica, en el banquete  de la palabra de Dios, por medio de la meditación constante del Evangelio,  y en el banquete de su Cuerpo y de su Sangre, por medio del ágape sacrificial de la Eucaristía; en ambos banquetes  la Humanidad  de Cristo  Jesús  asume interiormente al hombre que a Él se entrega enteramente como misterio de su muerte, resurrección y vida gloriosa ante el Padre. Por esta causa, la sacratísima Humanidad de Cristo encierra todo nuestro bien y salvación. Santa Teresa expresa esta doctrina en el libro de su  Vida con estas  palabras:  «Para  contentar  a Dios  y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en  quien  dijo  su  Majestad  se deleita»  (22,  6).  Solamente  alcanza el hombre la ·suma perfección cuando le puede decir con Cristo: «Mi vida es Cristo»  (cf.  Moradas,  7,  2,  5).

La vida de oración que enseña Teresa en el libro de su Vida puede considerarse como vida de amor, en cuanto la oración constituye esa necesidad de amistad mediante la cual ·todos los días hablamos a solas con Dios, del que sabemos  somos amados.  Dios  invita  al hombre  y  no  deja  de  solicitarlo  para que abrace su amistad y  cada  día  posea  una  comunión más  estrecha  con  El. Por medio de la  gracia,  el  hombre  se  esfuerza  en  ser  hallado  digno  y  responder a tal amistad con el Padre, por Cristo y en el Espíritu  Santo.  Para  que  la grandeza de la oración y de la contemplación no alienen al hombre  de  los problemas que se refieren a Dios y a la  Iglesia,  lo  fuerza  a  unirse  a esta  con mayor consorcio y ardor. Esto se demuestra  tanto  por  la  vida  y  por  las  obras que  realizó  Teresa,  llena  de  contemplación,  en  servicio  de  la Iglesia,  como  por su propia declaración, que fijó como fundamento  de  su  doctrina  y  que,  con  sincera verdad y alegría de  su  corazón,  reiteró,  muriendo, con  estas palabras: «Te doy  gracias,  Señor,  porque  al  fin  muero  hija  de  la Iglesia».

Siendo todo esto cierto, ya en la fecha del día  15 del mes  de octubre  del año 1967, manifestamos públicamente Nuestro propósito de colocar en el catálogo de los Doctores  de la Iglesia  a Santa Teresa  de Jesús.  La cual sentencia no solo se fundaba en Nuestro trato con la doctrina de esta santa mujer, sino también en la gran estima que Nuestros predecesores en el Pontificado Romano manifestaron una y otra vez acerca de la excelencia de su doctrina, y con tales palabras, que ciertamente parecen preceder Nuestra solemne pronunciación. En cuyo número se encuentra Gregorio XV,  que  en sus Letras  de  canonización diera este testimonio  de la doctrina  de Teresa:  «El omnipotente…  de tal  suerte la llenó de espíritu de inteligencia que… la regó de raudales de celestial sabiduría». De gran valor es la comparación  que hizo Benedicto XIII en las Letras de canonización de San Juan de la Cruz, cotejando este Santo con Teresa: «en explicar por escrito los arcanos de la mística teología fue instruido de una manera igual a como lo fue Teresa». Por lo dicho se compara un doctor con otro doctor. Clarísima es, además, la declaración de San Pío X: «Tan grande y tan útil fue esta mujer para la formación  espiritual de los cristianos,  que parece no ir mucho o nada a la zaga de los grandes Padres de la Iglesia y doctores que hemos enumerado (esto es, Gregorio Magno, Juan Crisóstomo, Anselmo de Aosta).» El mismo Sumo Pontífice no dudó  en  afirmar  en  sus Letras Apostólicas Ex quo Nostrae del día 7 de marzo de 1914: «Con justicia acostumbró la Iglesia a tributarle honores que son  propios  de  doctores».  Asimismo, Benedicto XV, hablando a los Cardenales  el día 24 de diciembre de 1921, dijo que Teresa unió  a la corona de la santidad  la guirnalda  de su doctrina.  Pío XI,  en la Constitución Apostólica  Summorum  Pontificum  del día 25 de julio  de  1922, la llamó «madre sapientísima»  y  «maestra sublime de contemplación».  Pío XII, en el sermón del día 23 de noviembre de 1951 afirmó que por obra de Santa Teresa …, el Espíritu Santo entregó a toda la Iglesia un tesoro de doctrina espiritual. Por fin, Juan XXIII, Nuestro próximo predecesor, la llamó singular lumbrera  de la Iglesia, en la Carta Apostólica dada el día  16 de julio  de 1962.

Vemos que los santos varones que, por consejo del Dios providente, se relacionaron  con  la  vida  de  Teresa  jamás separaron  la  estima  hacia  su santidad de la de su enseñanza, divinamente infusa. Los cuales fueron hombres de gran prestigio,  como  fueron  Pedro  de  Alcántara,  Francisco  de Borja, Juan de la Cruz, Juan de Ribera, Juan de Ávila. Todos la tuvieron por maestra de la contemplación, ilustrada por Dios, o más rectamente diremos,  maestra  de  los maestros de espíritu. Más tarde, hubo santos doctores de la Iglesia que, con semejante estimación,  la  veneraron,  como  fueron  Francisco  de  Sales  y  Alfonso de Ligorio,  y  otros  santos,  como  Antonio  María  Claret,  Carlos  de  Setia, Vicente Pallotti.Nunca en la Iglesia se apagó la opinión  de poder  tener  a  Teresa  como Doctora. Es suficiente proponer el pensamiento de los salmanticenses. Estos, al  sus­citarse esta cuestión, en el  año  de  1657  abiertamente  escribieron: «Tiene  también la aureola de doctora…  nuestra  Madre  Santa  Teresa,  cuya  doctrina…  la Iglesia  recibe  y  aprueba  como  emanada  del  cielo».

Por lo tanto, queriendo Nos vehementemente  que la  santidad  y la doctrina  de tan grande  mujer  beneficiare  mejor  a todos,  Nos  pareció  que se le podía  conferir el título y la veneración de doctora de la  Iglesia,  que  hasta  el  presente únicamente a los  varones  santos  han  sido  otorgados.  Con todo, para  que cuanto  antes se discutiese esta  cuestión,  la encomendamos a la Sagrada Congregación  de Ritos. La cual, habiéndose servido antes del trabajo y parecer de hombres  muy peritos,  en  la  reunión  ordinaria  del  día  20  de diciembre  del  año  1967, propuso a discusión si el  título y la veneración de doctor de la Iglesia podría  conferirse, además de a los hombres, a aquellas mujeres que, conforme  a las normas  y decretos de Benedicto XIV, Pont. Máx., reuniesen la santidad y una doctrina excelente para el bien común de los fieles. La sentencia de todos los que habían asistido, de Padres cardenales y Prelados curiales,  afirmando  que  podía conferirse, Nos la dimos por válida y la  confirmamos,  el  día  21  de  marzo del  año 1968. Como Nuestro  querido  hijo Miguel  Ángel  de  San  José,  Prepósito  General de la Orden de los Carmelitas  Descalzos,  declarando sus votos  y  los  de su Orden, Nos pidiese vehementemente  que  declarásemos  a  Teresa  de  Jesús  Doctora de  la  Iglesia,  y esto mismo lo suplicasen numerosos Cardenales de  la S. R. I., Arzobispos, Obispos, Superiores de Órdenes  religiosas, Congregaciones  e Institutos  Seculares y otros varones doctísimos  de  las Universidades  de estudio  y  de Institutos  de  rango  ilustre, entonces enviamos todas  estas preces y votos a la Sagrada Congregación de Ritos para que fuesen consideradas,  la cual preparó una peculiar Positio, como se  dice,  que  tratase  con  toda exactitud y cuidado todo  el asunto. Todo lo cual fue revisado con suma diligencia por los Cardenales de la S. R. I. que están al frente  de la  Sagrada Congregación para  las Causas  de  los  Santos,  reunida  entretanto,  y  que  manifestaron su parecer en la  reunión  ordinaria  de  la  misma Congregación,  celebrada  en las aulas del  Vaticano  el día  15 de julio  de  1969, después  de haber  escucha­ do  la relación  de  Nuestro  Venerable Hermano  Arcadio  Larraona Cardenal de la S. R. I., Ponente de esta causa, y  los pareceres de  los  Prelados  de  la Curia: todos afirmaron unánimemente que Santa Teresa de Jesús era del todo digna de ser adscrita al catálogo de  los doctores de la Iglesia. Por fin, bien informado de todas estas cosas, el día 21 de julio del año pasado, consideradas todas las cosas atentamente, aprobamos la conclusión de la misma Sagrada Congregación y la confirmamos, estableciendo que esto  se llevase  a cabo  con rito  solemne.

Lo cual, con la ayuda de Dios y el aplauso de la Iglesia entera, hoy se ha realizado. En la Basílica de San Pedro, con la afluencia de gentes de todas partes y principalmente de grupos fieles de España, con  la  asistencia  de  Cardenales de la S. R. I. y Prelados de la Curia Romana como de toda la Iglesia Católica, confirmando todas las actas y accediendo a las postulaciones de los miembros de la Orden de los Carmelitas Descalzos y cumpliendo de muy buen grado los votos de todos los demás peticionarios , dentro del Santo Sacrificio pronunciamos  estas palabras:

CON CIENCIA CIERTA Y MADURA DELIBERACIÓN, Y CON LA PLENITUD DE LA POTESTAD APOSTÓLICA, DECLARAMOS A  SANTA  TERESA DE JESÚS,  VIRGEN  DE AVILA,  DOCTOR-A  DE LA  IGLESIA  UNIVERSAL.

Dichas estas palabras, y dando gracias a Dios en unión  de  todos  los  asistentes, pronunciamos un discurso acerca de la santidad y la  doctrina  de esta Doctora de la Iglesia, y  seguidamente,  en el altar  principal del  templo ofrecimos  el celestial  Sacrificio.

Acerca de esta materia decretamos que estas Nuestras Letras se cumplan religiosamente y que tengan  pleno efecto en  el presente  y  para  el  futuro; y además,  conforme  a  esto, se juzgue  y decrete debidamente, quedando sin efecto y valor cualquier acto que en contra de esto intentare, consciente o  por  ignorancia,  cualquier  persona  o autoridad.

Dado en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del  Pescador, el  día  veintisiete del mes  de septiembre  del  año  del Señor  mil novecientos setenta, octavo de  Nuestro  Pontificado.

PABLO  PP.  VI

(Traducción:  P.  lldefonso  de  la  Inmaculada.)

Publicado en el Boletín Oficial de la Provincia de carmelitas descalzos de Aragón-Valencia, vol VI, julio 1970-Diciembre 1971, Nº. 12


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