La llama viva del carisma teresiano

La naturaleza del carisma

Todo carisma —sea personal, comunitario o eclesial— atrae y fascina por la bondad y belleza que encierra, por el frescor y libertad que lo hace atractivo. Todo carisma entronca con Jesús y su Evangelio, con lo profético y con la gracia del Resucitado. Por eso, podemos afirmar que un carisma es bueno porque lleva en sí fuerza libertadora que humaniza a las personas al estilo de la humanidad de Jesús, y promueve la vida y la humanidad entera hacia el disfrute del Reino de Dios que nos ha sido dado. Todo carisma es libertador, porque está comprometido con lo central del Evangelio: las Bienaventuranzas. Ellas son la nueva manera de ser y hacer, vivir y amar al gusto de Dios. Los carismas despiertan lo más profundo que hay en cada persona: La imagen y semejanza a la que hemos sido creados. El carisma revela el rostro de hijos e hijas amados de Dios y hace transitar la vida hacia la plenitud. 

Los orígenes del Carmelo en Tierra Santa

El carisma carmelitano hunde sus raíces en los siglos XII y XIII, cuando Europa se hallaba enrolada en una revuelta de guerras sangrientas, conocidas como el periodo de las cruzadas, impulsadas por la cristiandad en un intento de recuperar Jerusalén del control musulmán y otros lugares de Tierra Santa, en nombre de la cristiandad y la causa de Cristo. En medio de aquel escenario devastador, un grupo de cruzados, hombres buenos y peregrinos devotos, decidieron quedarse en la tierra de Jesús, no para empuñar las armas, sino para entregarse radicalmente a Cristo, desde una vida de oración y retiro.

Se establecieron en el Monte Carmelo, junto a la conocida “Fuente de Elías”. Aquellos primeros ermitaños, quisieron vivir “en obsequio de Jesucristo”, abrazando un estilo de vida pobre, sencillo y humilde. Su forma de defender la Tierra Santa no fue con violencia, sino mediante la oración, la penitencia y la entrega silenciosa. Rechazaron así los medios destructores y deshumanizadores de la guerra, optando por un testimonio profundamente evangélico, contemplativo y pacífico.

Con el paso del tiempo, aquellos hombres obtuvieron un permiso especial del Patriarca de Jerusalén, San Alberto, quien les entregó un breve documento que recogía el estilo de vida que debían seguir. Esta norma de vida estaba profundamente arraigada tanto en los orígenes del monacato de San Benito como en las más antiguas tradiciones monásticas de la Iglesia. Así nació la Regla Carmelitana, que se convirtió en el fundamento y texto de referencia para quienes se iban uniendo a este grupo y nuevo modo de vida. Las primeras directrices o lineamientos eran sencillos y claros: formaban una comunidad que combinaba la vida fraterna con el espíritu ermitaño, buscando vivir en obsequio e imitación de Cristo en soledad habitada, oración continua y contemplativa.

Lo esencial de este grupo es el seguimiento de Cristo. Y para dar forma y unidad a la vida que han emprendido, eligen a un superior, quien actúa como servidor de todos y es obedecido por todos como representante de Cristo en medio de la comunidad. La norma de vida se estructura a partir de estos elementos fundamentales:

  • Cada uno habitará en su celda.
  • Velando en oración, se dedicarán a “meditar día y noche la Palabra del Señor”.
  • Cada mañana, se reunirán para la celebración de la Eucaristía y rezar las horas canónicas. Esto pone de manifiesto que, entre ellos, algunos estaban ordenados.
  • En la vida del grupo, todo estará en común —en memoria de las primitivas comunidades cristianas— y se distribuirá según las necesidades de cada miembro de la comunidad.
  • Se reunirán todos, una vez a la semana, con la finalidad de ayudarse a confrontar la vida del grupo, en corrección fraterna, y para revisar y guardar la Regla con fidelidad.
  • Las comidas serán austeras, con abstinencia de carne y ayunos frecuentes, menos en las grandes fiestas de la Encarnación y Resurrección.
  • Junto al seguimiento de Cristo, y como ley primera, se establece la exigencia evangélica de “amar a Dios con todo el corazón y al prójimo”. “Esperando nuestra salvación solo del Salvador”. 
  • El trabajo es una exigencia que se establece como medio para ganarse el pan y sustento diario, y como recurso necesario para evitar la ociosidad. Dice la Regla: “Empleaos en algún trabajo, para que el diablo os halle siempre ocupados, no sea que, por culpa de la ociosidad, descubra el maligno brecha por donde penetrar en vuestras almas”. Siglos después, santa Teresa, valorando oración y trabajo, dirá a sus monjas: “Marta y María andan juntas” (C 31,5), en estos monasterios.
  • El silencio se establece como medio indispensable para la oración, creando un clima de recogimiento y serenidad interior. La Regla lo señala con estas palabras de Isaías: “Vuestra fuerza estriba en callar y confiar” (Is 30,15).

María y Elías: inspiración espiritual del Carmelo

Otro elemento destacado y de vital importancia que ha caracterizado a los carmelitas a lo largo de la historia es la presencia de María, elegida como Madre, Maestra, amiga, Señora y Patrona del Carmelo. María, mujer orante y atenta a la Palabra, “Guardaba todas las cosas en su corazón”. Junto a ella, el profeta Elías, es reconocido como inspirador del estilo de vida que los primeros carmelitas iniciaron. Elías, el profeta de pasión y fuego, “cuyas palabras eran horno encendido”, es considerado como modelo de hombre de oración, de celo ardiente por Dios y de vida retirada en la cueva en espera de la presencia del Señor. Tras el devastador tormento temperamental del fuego, el terremoto y el viento huracanado, Dios se le manifestó en el “susurro de aire suave y ligero” del amor y la espera orante. Con el paso de los siglos, ha sido considerado como el verdadero fundador espiritual de la familia del Carmelo.

De Oriente a Occidente: expansión del Carmelo

En este breve resumen se reflejan los elementos más importantes de la vida monástica, que servirán como orientación para la nueva forma de vida contemplativa que estaba surgiendo y que, debido a las circunstancias históricas de aquel tiempo revuelto, se expandiría rápidamente por Europa. Los ermitaños del Monte Carmelo se vieron obligados a abandonar Tierra Santa a causa de la presión de los sarracenos, y se trasladaron a Occidente. Para entonces, las órdenes mendicantes, como los franciscanos y dominicos, ya estaban establecidas en Europa, y el Concilio Lateranense IV había prohibido la fundación de nuevas órdenes religiosas. Esta situación representó una gran dificultad para los carmelitas, quienes, para poder integrarse en el panorama eclesial de la época, tuvieron que adoptar la forma de vida mendicante y dedicarse a la predicación. Sin embargo, el carisma de la oración se mantuvo vivo, porque supieron preservar la primacía de la vida contemplativa, situándola por encima de toda otra actividad, incluida la predicación.

La rama femenina de la Orden del Carmen nació gracias a grupos de mujeres que, atraídas por el espíritu carmelitano y su rica tradición orante, comenzaron a vivir según su inspiración. Estas mujeres, profundamente marcadas por el ideal contemplativo, dieron origen a lo que pronto sería la Orden de las Monjas Carmelitas. La fundación oficial se llevó a cabo con el apoyo del entonces Prior General de la Orden, Juan Soret, quien jugó un papel decisivo en su consolidación. La aprobación pontificia llegó el 7 de octubre de 1452, cuando el Papa Nicolás V dio su consentimiento formal. Ese mismo año, se estableció el primer Carmelo femenino en Italia, en la ciudad de Florencia. Poco tiempo después, la nueva rama se expandió rápidamente por diversos países de Europa, acogiendo a mujeres deseosas de vivir en profundidad el carisma carmelitano.

Es importante destacar que, el general Juan Soret, también es reconocido como el fundador de la Tercera Orden del Carmen, compuesta por laicos -hombres y mujeres- que, sin pertenecer a la vida consagrada, participan del espíritu y espiritualidad del Carmelo. Esta dimensión laical sigue viva hasta hoy, como expresión de la universalidad del carisma carmelitano.

Teresa de Jesús: carisma y reforma

Teresa de Jesús fue monja de la antigua Orden del Carmen durante 27 años, desde su ingreso en 1535 hasta la fundación del monasterio de San José en 1562. Su vida y espiritualidad estuvieron profundamente marcadas por el carisma carmelitano, que vivió con intensidad y hondura antes de emprender su camino reformador. La renovación que Teresa fue gestando no supuso una ruptura con la tradición, sino que brotó desde lo más íntimo de ella, con el deseo de recuperar un estilo de vida más sencillo, familiar y centrado en la oración. Su reforma se enraíza plenamente en la gran familia del Carmelo, cuyos orígenes —como hemos visto— se remontan a la experiencia de los ermitaños del Monte Carmelo, en Tierra Santa.

Lejos de desvincularse de esa tradición santa y profética, Teresa la abrazó con profundidad y fidelidad. Se nutrió de sus elementos esenciales: la figura apasionada del profeta Elías, el amor ardiente a la oración y una espiritualidad mariana vivida bajo la protección de la Virgen del Carmen. En esencia, su reforma fue un retorno al espíritu original del Carmelo, vivido con radicalidad evangélica y una intensa vida interior. Dice Teresa en memoria de ellos: “Acordémonos de nuestros padres santos pasados, ermitaños, cuya vida pretendemos imitar: ¡qué pasarían de dolores y qué a solas, y de fríos y hambre y sol y calor, sin tener a quién se quejar sino a Dios! ¿Pensáis que eran de hierro? Pues tan delicados eran como nosotras. Y creed, hijas, que en comenzando a vencer estos corpezuelos, no nos cansan tanto. Hartas habrá que miren lo que es menester; descuidaos de vosotras si no fuere a necesidad conocida. Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada” (C 11,4).

Teresa, junto con el pequeño grupo de monjas que se reúne en torno a ella, dialoga y discierne cómo llevar adelante, de forma novedosa y con un auténtico espíritu comunitario, un estilo de vida sencillo y evangélico. En esta nueva forma de vida, cada hermana es llamada a ser protagonista de una historia personal de relación de amistad profunda con Cristo, vivida también en clave de amistad fraterna dentro de la comunidad.

Interioridad y vida comunitaria

Teresa de Jesús es una mujer dotada de una profunda intuición espiritual y una auténtica inspiración carismática, que armoniza lo humano con lo divino de manera admirable. El Carmelo teresiano que ella sueña y comienza a construir, se centra plenamente en la oración contemplativa y en la vida interior: un viaje hacia el propio centro, donde habita Dios, y donde la persona se encuentra con Él hasta llegar al desposorio místico con el Amado. En esta experiencia espiritual, la relación amorosa con Dios y la amistad fraterna vivida en la comunidad forman una unidad inseparable. Ambas dimensiones son llamadas a ser vividas cada día, en la sencillez y profundidad del monasterio, como expresión concreta del seguimiento de Cristo.

Teresa de Jesús, junto con otras doce hermanas, fue la fundadora de lo que llegaría a ser la Orden de las Carmelitas Descalzas, dando así inicio a una nueva forma de vida religiosa marcada por la pobreza, la sencillez y la oración contemplativa. Pocos años después, con la colaboración de San Juan de la Cruz, impulsó también la fundación de la rama masculina del Carmelo Descalzo, completando así la reforma del Carmelo en sus dos ramas: femenina y masculina.

Todo esto tuvo lugar en el convulso siglo XVI, en un contexto eclesial profundamente tensionado por la Reforma protestante iniciada por Martín Lutero. En medio de esta crisis, la reforma de Teresa no supuso una ruptura, sino que emergió como una respuesta auténticamente evangélica desde el interior de la Iglesia. Su propuesta fue una llamada a volver a la interioridad, a la oración y a una vivencia fiel al Evangelio. Teresa fue, ante todo, una mujer profundamente eclesial, y en defensa de la Iglesia entregó su vida a la oración y a la reforma espiritual.

Lucha interior de Teresa y transformación espiritual

Teresa lleva años de relación amorosa con Jesús, ha experimentado el encuentro enamorante, y Jesucristo es ya el centro absoluto de su vida. Tiene experiencia, grabada a fuego en su interior, de haber sido ganada y polarizada por Cristo Jesús. No fue fácil. La joven Teresa, que a los 20 años decide ingresar en el Carmelo, es una mujer en conflicto consigo misma. Esa lucha interior termina por estallarle dentro, llevándola a enfermar gravemente y a tener que abandonar el convento para buscar su curación. Es durante este tiempo de enfermedad y soledad mordiente cuando comienza a iniciarse en la práctica de la oración mental. Su estado de salud se agravó tanto que llegó a ser dada por muerta. La crisis fue tan profunda que quedó tullida durante tres largos años. Sin embargo, esta dura etapa marcó un punto de inflexión: en medio del sufrimiento, comenzó a forjarse su vida espiritual más sólida y transformadora.

La enfermedad la sumió en una profunda soledad, en la que fue desarrollándose una larga y penosa evolución interior, hasta llegar a estar completamente curada, algo que siempre atribuyó a San José. En este proceso de sanación física, psíquica y espiritual —y gracias a una prolongada y dolorosa purificación— Teresa va liberándose de sí misma, de la esclavitud de sus afectos desordenados, hasta llegar a experimentar que Dios vive en el centro de su ser: el Amado está dentro y le reclama fidelidad.

Teresa Fundadora: Fidelidad al Evangelio y audacia espiritual

Teresa experimenta a Jesús humano, en su interior, compañía humanísima de Jesús; y escribe: aunque sea por un momento solo, aquel acuerdo de que tengo compañía dentro de mí, es gran provecho”. Y añade: “Pues si cuando andaba en el mundo, de solo tocar sus ropas sanaba los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe, y nos dará lo que le pidiéremos, pues está en nuestra casa? Y no suele su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje”.

Teresa irá perfilando la idea de una vida más recogida y perfecta, más al estilo de pequeña familia. Poquitas, en oración, soledad, silencio, mortificación, pobreza fraternidad; todo a modo del “pequeño colegio de Cristo” apostólico. El proyecto va avalado por algunos prelados amigos, y por fray Pedro de Alcántara, de quien se fía, y le da el visto bueno para que vaya todo en pobreza. Todo lo habla con el pequeño grupo de amigas que le son fieles, ayudada también por alguna seglar, como fue el caso de Guiomar de Ulloa, gran colaboradora en la fundación.

Nada hace Teresa que no tenga la seguridad de que se lo inspira Dios, y todo lo espera de Él. Y de esta seguridad le viene el atrevimiento y la fuerza —que ambas cosas serán necesarias— para llevar adelante la fundación y los escritos de toda la obra teresiana. Ella sabe que, si no se lo inspira Dios, no es capaz de nada, y lo dice convencida: “Verán lo que tengo de mí cuando su Majestad no me ayuda”. Su deseo fundante es que, todo lo que emprenda: “El Señor ponga en todo lo que hiciere sus manos para que vaya conforme a su santa voluntad, pues son estos mis deseos siempre, aunque las obras tan faltas como yo soy”.

El comienzo estuvo marcado por un conflicto desbordado por parte de las monjas de la Encarnación, y en cierto modo, era comprensible que así fuera. Porque Teresa había llevado en absoluto secreto todo el proyecto fundacional, incluida la compra de la casa y las obras de adaptación. Cuando el 24 de agosto de 1562 se inicia la fundación, las carmelitas de la Encarnación, junto con el Consejo de la ciudad, estallan en abierta revuelta contra la fundadora y las que la seguían. Finalmente, tras el alboroto, los ánimos se calmaron, y la pequeña comunidad pudo comenzar su andadura espiritual.

Ya asentadas en el nuevo convento, las hermanas comienzan a pedirle a Teresa que les indique el modo de vida que han de seguir y cómo debe ser la oración. Le suplican que les hable de ello y lo deje por escrito. Ante esta petición, Teresa las invita a asumir lo que ella llama “una determinada determinación” para avanzar en el camino espiritual. Les recuerda que “de donde ha de venir la confianza ha de ser de Dios”, y las exhorta a mantenerse firmes y perseverar en la oración, incluso en medio de las dificultades. Todo debe orientarse hacia una vida para el Evangelio. Así lo expresa Teresa con claridad: “Aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar”. Es puro cristianismo: amor y servicio. El seguimiento de Jesús exige una vida radicalmente evangélica, a imitación suya, que “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38).

Una cuestión: ¿Qué tales habremos de ser?

Desde el comienzo, Teresa plantea con firmeza una pregunta esencial que da sentido a toda su propuesta de vida: “¿Qué tales habremos de ser?”. Dirigiéndose a sus hermanas, escribe un extenso párrafo en el que les recuerda la magnitud del ideal que persiguen y la exigencia que implica vivir conforme a él: Ya, hijas, habéis visto la gran empresa que pretendemos ganar; ¿qué tales habremos de ser para que en los ojos de Dios y del mundo no nos tengan por muy atrevidas? Está claro que hemos menester trabajar mucho, y ayuda mucho tener altos pensamientos para que nos esforcemos a que lo sean las obras. Pues, con que procuremos guardar cumplidamente nuestra regla y constituciones con gran cuidado, espero en el Señor admitirá nuestros ruegos. Que no os pido cosa nueva, hijas mías, sino que guardemos nuestra profesión, pues es nuestro llamamiento y a lo que estamos obligadas, aunque de guardar a guardar va mucho”. Y concluye con una exhortación que condensa su visión espiritual: “Parezcámonos en algo a nuestro Rey”.

El carisma Teresiano hoy: propuesta para nuestro tiempo

Hoy, en este momento crucial de la historia, cuando vemos que “estáse ardiendo el mundo” —como decía Santa Teresa—, ¿cómo volver a confrontarnos con el interrogante que ella nos lanza con fuerza y urgencia?: “¿Qué tales habremos de ser?”, en este hoy concreto de la historia. En pleno tercer milenio, esta cuestión resuena con una vigencia inquietante. ¿Qué puede y debe aportar el carisma teresiano a una Iglesia que parece haber perdido parte de su fuerza de convicción, y que sufre una creciente desafección, especialmente por parte de las jóvenes generaciones y de las mujeres?

Frente a los desafíos actuales —la crisis de sentido, el debilitamiento del testimonio evangélico y el clamor del mundo por la autenticidad y esperanza—, el legado espiritual de Teresa de Jesús nos interpela con urgencia. Nos llama a una profunda reforma interior, a un compromiso radical con la verdad del Evangelio y a una vida de oración encarnada en la realidad concreta del mundo. Recordemos la afirmación de Karl Rahner: “El cristiano del futuro o será un místico o no será cristiano”, y añadía: “Sin la experiencia religiosa interior de Dios, ningún hombre puede permanecer siendo cristiano a la larga bajo la presión del actual ambiente secularizado”.

Ser hombres y mujeres movidos por la mística que nace de la relación con Jesús, con un corazón encendido de Evangelio y una mirada profética, que nos haga capaces de provocar un verdadero cambio de paradigma en la Iglesia. Una mística viva y una profecía encarnada deben llevarnos a lo más esencial del mensaje de Jesús: el amor, la compasión, la justicia y la paz. Se trata de vivir con plena conciencia de que, aquí y ahora, estamos llamados a ser presencia transformadora, y que “procuremos ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar”. Es sentir con Jesús una compasión profunda por la humanidad herida, por quienes caminan desorientados, perdidos “como ovejas sin pastor”, atrapados en el sinsentido y la indiferencia. Esa es la reforma que Teresa soñó, y hoy, más que nunca, nos urge hacerla realidad, hacerla vida.

¿Qué debe aportar el Carmelo en nuestros días? ¿No será acaso aquella vehemente “pasión por el Señor”? del profeta Elías. Volver a lo profético, volver a Jesús y a su Evangelio, “ser orantes de veras”. La mejor ayuda que podemos ofrecer a la Iglesia es que toda ella, sus comunidades y jerarquía, volvamos con radicalidad al Evangelio.

Lo carismático en el Carmelo es también profético. El profeta no se acomoda: señala caminos, ofrece orientación, denuncia la injusticia y es faro que indica puerto de salvación. Volver a Jesús es acoger su estilo pobre y humilde; es volver a la intemperie de la vida, allí donde se encuentra la humanidad, doliente y esperanzada. Teresa habló con libertad y lucidez en su tiempo; hoy, tras dos mil años de silencio impuesto, nos corresponde a las mujeres hablar en la Iglesia. Decir qué Iglesia queremos ser y hacer: Queremos vivir el reto de una Iglesia desclericalizada, más inclusiva con las mujeres y libre de toda forma de discriminación.

Una Iglesia creadora de comunión con todas las iglesias cristianas. Que todos los cristianos nos podamos sentar juntos en la mesa del Pan y de la Palabra, y que se abra al diálogo sincero y fraterno con las demás religiones del mundo. Nada puede ser sin los demás. Dice el gran teólogo Hans Küng: “No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. No habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones. No habrá diálogo entre las religiones sin volver a los fundamentos de las religiones”.

Anhelamos una Iglesia sin miedo a escuchar, a acoger las heridas del mundo y a caminar junto a los pobres, los excluidos, los jóvenes y quienes buscan sentido. Una Iglesia que no se encierre en estructuras rígidas, sino que se deje renovar desde la frescura del Evangelio. Necesitamos promover una espiritualidad viva: mística, profética, orante. Una espiritualidad que aliente una Iglesia más evangélica, más humana, más semejante a Jesús. Una espiritualidad encarnada en la historia, comprometida con la justicia, sensible al clamor de la Tierra y atenta al grito de los últimos. Una Iglesia que, por fin, deje paso a lo carismático y profético.

Conclusión: Ser espirituales de veras

El carisma hoy, debe situarnos donde se situó Jesús: a los pies de la humanidad y lavárselos con humildad y amor. Nuestro carisma está llamado a revelar la verdadera identidad que nos define: somos Eucaristía. Somos carne y sangre de Cristo Jesús; llamados a entregarnos, a partirnos y repartirnos para ser alimento que sacie el hambre de la humanidad, ¡darnos a ser comidos!, como Jesús se dio a ser comido. Ser libres para atrevernos a cuestionar con valentía lo oficialmente establecido.

El Carmelo debe llevar a las personas a ser auténticos contemplativos, a “ser espirituales de veras”, y no entretenerlas con eventos que las mantienen en un infantilismo religioso alimentado por “devociones a bobas”. Hacer de cada persona un verdadero ser espiritual místico, no un consumidor de actos y rezos sin transformación. Un carisma solo es auténtico si sacude, si tiene fuerza creadora y libertadora. Hay que desanclarlo de costumbres envejecidas y normas que no tienen vida. El barco del Carmelo está destinado a navegar con velas desplegadas, no a quedarse amarrado al puerto del “siempre se hizo así”. Hoy se necesita audacia espiritual y agudeza evangélica con frescura de espíritu. Ser libres para liberar, ser humanas para humanizar, ser comunidad de servicio y no de poder; ser orantes y amantes, ser festivas, porque la fiesta del Resucitado no tiene fin, y es impulso vital para transformar la vida. El Carmelo ha de encender un fuego sobre la tierra, como lo encendieron Elías, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Un nuevo Pentecostés.

Puçol, Julio del 2025. Anna Seguí Martí ocd