Un archipiélago de tres lunares. Teresa y José Mª Pemán

teresa.Pedro Paricio Aucejo

Los que a finales de la década de los años 60 del pasado siglo contemplamos la serie televisiva El Séneca pudimos disfrutar del donaire y desparpajo de este personaje de ficción creado por José María Pemán. En sus más de 40 capítulos, la figura desenvuelta y simpática de este pícaro andaluz derrochó, en sus peculiares reflexiones, una ingeniosa filosofía de la vida, un atractivo sentido común y una crítica social elaborada con la finura del buen humor. Pero no fue esta producción la que, por su éxito popular, lanzara a la fama a su autor. En sus 83 años de existencia (1898-1981) y casi siete décadas de creación artística, este consagrado escritor gaditano de firmes convicciones católicas, además de ser un hombre comprometido cultural y políticamente con la época que le tocó vivir (prestigioso orador, director de la Real Academia Española, miembro de otras ilustres instituciones, parlamentario en varias legislaturas durante el reinado de Alfonso XIII, la II República y el franquismo), cultivó extensamente casi todos los géneros literarios: poesía, teatro, ensayo, novela, cuento, biografía, guión cinematográfico y televisivo, colaboración literaria para producciones musicales y periodismo de gabinete.

En esta última actividad tuvo una incesante presencia en prestigiosos periódicos y revistas. Sus asiduas colaboraciones conforman una masa ingente y bien labrada de artículos –didácticos, bellamente construidos, salpicados de amena erudición, amables en sus anécdotas…–, por los que se le concedió el premio Mariano de Cavia, máximo galardón en esta parcela literaria. En muchos de ellos (al igual que en el resto de su quehacer literario, así como en todas las dimensiones de su vida pública y privada) puso de manifiesto su condición de hombre creyente, de intensa vida cristiana y profundas convicciones espirituales y religiosas, entre las que figuraba su íntima devoción a Santa Teresa de Jesús. En este sentido, son muchas las evocaciones de la monja carmelita que se pueden encontrar en la vasta bibliografía del patriarca andaluz de las letras españolas del siglo XX. En innumerables ocasiones –en el ámbito teatral, en el cinematográfico, en el televisivo, en su poesía, en su oratoria de homenajes y de discursos…– es glosada por Pemán la figura de la primera mujer Doctora de la Iglesia, de cuyo nombre dijo “que causa respeto. Es un nombre que se acerca a nosotros: como si le conociéramos todas sus entrañas semánticas, todos sus prestigios históricos.”

A este respecto expondré los rasgos más significativos de la simpática epístola que, con el título de ´Carta a la Madre Teresa de Ávila´, publicó el 26 de octubre de 1963 en la página 3 del diario ABC. El objetivo general que en ella persigue es resaltar la armónica convivencia entre la santidad extraordinaria y la humanidad ordinaria de la monja castellana, acogiéndose el literato gaditano a la apoyatura de esta última para la mejor vivencia personal de su fe (“ser ´santo´ parece en tu páginas más fácil y hacedero que en las páginas de muchos autores de hoy ser ´hombre´ simplemente“).

Para ello, parte del reconocimiento de que en la relación con la divinidad no siempre se ha dado históricamente la facilidad que hoy se posee para entender al Dios Hombre. Esta cercanía actual de la humanidad santísima de Cristo encuentra en la descalza abulense un precedente sin igual, de modo que su enorme sed de divinidad no solo fue saciada acudiendo al pozo del Dios hecho Hombre, sino bebiendo de su agua hasta obtener la sabiduría necesaria que le llevó a ser la primera mística de la plena humanidad de Jesús (“con tanto bulto y verdad que casi espantabas a tus confesores”). Esta anticipación en el tiempo permite que, ahora, en “esta edad tan apretada del mundo”, vayamos “a tu pozo por agua los que tenemos mucha sed y no poco susto”.

En esta navegación por la humanidad de Santa Teresa, Pemán toma como brújula los tres lunares que, entre nariz y boca, lucía el lado izquierdo de su rostro, así como la irónica actitud que adoptó respecto de su retrato realizado por fray Juan de la Miseria. Pero, en su cabotaje, el popular académico se embarca no en dirección al puerto de la perfección última de la Doctora de la Iglesia, sino al archipiélago de las ´faltillas leves´ registradas en su vida. Entre ellas cita su escrupulosidad y su gusto por las joyas, el buen atavío, el buen aseo y los libros de caballería. Esta última afición sería precisamente la que, una vez entregada por completo a Dios, le llevaría a hacer ´caballería a lo divino´, salvarse ´por haber quedado amiga de los buenos libros´ y salvar a millones de almas con los suyos, cuya lectura –aun versando sobre letras divinas– resulta asunto “mucho más humano y gracioso que leer a los escritores que ahora escriben para divertirnos”.

Se trata, en definitiva, de una literaria carta escrita con toda la respetuosa familiaridad, la cordial sencillez, la lírica amenidad y la humilde devoción característica de la obra de un hombre que, frecuentemente a lo largo de su vida –incluso en su postrera enfermedad y en las vísperas de su muerte–, halló sabiduría y consuelo con las lecturas de quien, desde 1965, fue la Patrona española de su oficio.