No todo hallazgo personal resulta una novedad para el mundo, pero el impacto que su descubrimiento produce en nuestro ánimo permite que tomemos conciencia de la trascendencia de lo encontrado. Esto es lo que me sucedió con la lectura del prólogo a una edición de hace varias décadas del Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús. En ella se me mostró como nueva la influencia de la Santa en Leibniz, cosa ya conocida por los estudiosos de ambos, pero que, con una profundidad inusitada, me abrió los ojos respecto de la popularidad de la mística castellana, cuya vida y obra alcanza una repercusión que salta las fronteras del espacio y del tiempo.
Sin embargo, su poder de inspiración sobre Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) adquiere, por la complejidad de su figura, ribetes de excepcionalidad, pues, desde los tiempos de Leonardo da Vinci a nuestros días quizá no ha habido en la cultura occidental otro personaje de erudición tan universal como el pensador de Leipzig. Permaneciendo al servicio de los duques de Hannover como bibliotecario e historiógrafo de la casa, desempeñó los más variados encargos –entre los que se encontraban importantes misiones diplomáticas– y fue el defensor teórico de su política. Entró en contacto con los más influyentes intelectuales de su tiempo, como Arnauld, Boyle, Clarke, Huygens, Malebranche, Newton, Oldenburg, Pell o Spinoza. Recibió importantes nombramientos: fue miembro de la Academia de París, de la Real Sociedad de Ciencias de Londres y fundó en 1700 la Real Academia de Ciencias de Prusia, de la que fue primer presidente.
No obstante, esta variada actividad pública resulta incomparable con el relieve que adquirió su dedicación privada al estudio, en el que abarcó, con talante creativo y renovador, los más dispares campos del conocimiento de su época: el derecho, la física, la teología, la filosofía… En lógica ha supuesto el precedente más claro de la lógica matemática contemporánea. En matemáticas descubrió el cálculo infinitesimal por un método distinto al de Newton e independiente del de este –que ignoraba–, formulándolo de modo que fuera más fecundo y su aplicación más rápida y cómoda. En fin, su producción literaria, en gran parte inédita, abarca unos cuarenta volúmenes.
En el ámbito religioso, fue defensor de la unidad cristiana. En una época en que –como consecuencia de la proliferación de las disputas teológicas derivadas del creciente auge del protestantismo y la amalgama entre el deísmo inglés y el racionalismo francés– la inestabilidad espiritual se adueñó de Europa, la voz de Leibniz fue la única de relieve que, en el seno del protestantismo, se alzó no ya a favor de la unión de los reformados –cuya fragmentación en sectas y grupúsculos marcaba una tendencia incontenible–, sino también con la Iglesia católica. En este sentido, durante más de diez años sostuvo un debate con Bossuet, en busca de puntos de entendimiento para el retorno a la total unidad y conciliación entre los cristianos.
Es en esta coyuntura histórica en la que adquiere mayor trascendencia la estima y reconocimiento que de la influencia de la personalidad y la obra de Santa Teresa de Ávila muestra Leibniz. Así, en su Discurso de metafísica –que refleja el sistema completo, coherente y armónico de su especulación–, cuando habla del carácter libre de las sustancias inteligentes –en tanto que nada las determina excepto solo Dios–, el genio sajón precisa que, por eso, una persona de muy elevado espíritu y venerada por su santidad solía decir que el alma debe pensar muchas veces como si nada hubiese en el mundo, excepto Dios y ella. Y nada hace comprender con más fuerza la inmortalidad que esta dependencia y esta extensión del alma, que la pone absolutamente a cubierto de todas las cosas exteriores, puesto que ella sola forma su mundo y se basta con Dios.
Aquella persona referenciada por su muy elevado espíritu y venerada santidad es Teresa de Ávila, de quien de nuevo se declara deudor en una carta dirigida a Andrés Morellio en 1696, donde el filósofo germánico, además de compartir con su interlocutor el gusto por la popularidad de los escritos de la Santa, afirma: “Con razón aprecias los libros de Teresa. En ellos encontré esta hermosa sentencia: la inteligencia del hombre debe considerar las cosas como si existiesen solamente en el mundo Dios y ella. Sentencia que es conveniente tenerla presente en filosofía, y yo la he utilizado en mis disquisiciones científicas”.
Esta idea de la mística abulense aparece en el capítulo XIII de su Vida, con ocasión de dar un consejo a sus monjas para que, al actuar ellas de ese modo en los comienzos de su vida religiosa, el alma pudiera ascender más fácilmente a una perfecta unión con Dios –hay otro gran inconveniente, que es perder el alma; porque lo más que hemos de procurar al principio es sólo tener cuidado de sí sola y hacer cuenta que no hay en la tierra sino Dios y ella; y esto es lo que le conviene mucho.
Aunque en el caso de la Santa el sentido de esta frase se sitúa, pues, en una órbita bien distinta de la experimentada por Leibniz, es evidente que el sabio de Leipzig acoge con satisfacción dicho pensamiento teresiano para aplicarlo a su “monadología” o esquema ideal de organización del mundo basado en la armonía, preestablecida por Dios desde el principio, entre todas las “mónadas” que lo constituyen. Dicho sea de paso, cabe recordar brevemente que estas son los elementos –fulgores continuos de la divinidad– de que constan todas las cosas, siendo cada uno de ellos un microcosmos o centro subsistente que refleja el universo entero según su punto de vista. Es decir, cada mónada es distinta de las otras, de manera que no hay dos seres absolutamente iguales, sino que están caracterizados por una diferencia interior, aunque dispuesta de modo que sea compatible con el resto.
Sea como fuere, este aprecio hacia la Santa por parte de un hombre como Leibniz llama la atención hoy en día, en una sociedad descreída y zafia en la que la mayor parte de sus intelectuales no solo se aleja de cualquier planteamiento en torno a la cuestión de Dios, sino que ni siquiera tiene el atrevimiento de contemplar la vida subiéndose a hombros de gigantes como Leibniz o Teresa.
