Un amor sin olvido: Neruda versus Teresa

veinte poemas de amorCuando en 1924 Pablo Neruda publica Veinte poemas de amor y una canción desesperada cuenta tan solo veinte años de edad. Es la segunda obra producida por el vehemente corazón de un poeta que sufre los primeros embates del amor en su cuerpo de labriego salvaje y describe sus más atormentadas pasiones adolescentes. Condicionado por la sufriente e inseparable timidez de su primera juventud, en su psiquismo ensimismado –que rehuía el trato directo con las chicas, prefiriendo mostrar un desinterés que estaba muy lejos de sentir–, hizo su aparición el misterio de la mujer, de la mujer amada precisamente por no tenida.

En Veinte poemas… se ofrece la incansable repetición de un pasado que se resiste a abandonarle. Sin embargo, a pesar de su aguda melancolía, de su angustia, de su fatiga interminable, de la tristeza que fluye de su dolor infinito, de la muerte segregada por la lejanía de lo querido, de la desesperación de quien todo lo tuvo y todo lo perdió, de su abandono, de su invierno vital en definitiva, en la obra está presente también el goce de la existencia. El corazón del joven poeta no puede cerrar la puerta a un mundo en constante actitud de entrega, al amor que muestra sed eterna, a un ansia sin límite que le desata huracanes de sueños volando sobre un mar de indecisión, a pasiones desbocadas por la locura de la vida, a profundos anhelos por la celebración de la alegría de una compañía que se supone definitiva. Surge, pues, la intimidad de un mundo interior en el que, junto a un amor ardiendo sin consumirse como una zarza inmortal, habitan los más variados sentimientos: la búsqueda, el deseo de acercamiento, el momentáneo encuentro, la pasión, la violencia, el desarraigo, la aspereza, la esperanza inconsciente, el recuerdo… de un alma sola y salvaje pero estirada hacia el cielo.

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En definitiva, este libro pone al desnudo el corazón de cualquier hombre impelido por la fuerza vital y el dramatismo de un amor que, mal orientado, se abandona a su suerte sin más horizonte que el fracaso, sin más consistencia que la de apetecer hoy lo que se odiará mañana, sin más consuelo que el olvido de lo ya amado. En Veinte poemas… se constata la presencia de un amor que solo a veces quiere y solo a veces es querido, que en un instante se tiene y en un instante se pierde, y que, por ello, ya no se quiere o se ignora si se quiere, pero que nunca se contenta con la pérdida y siempre está en constante búsqueda –es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

 Se trata de una trayectoria existencial confirmada de nuevo diez años después de la publicación de este poemario, cuando –siendo Neruda cónsul en Madrid– nació Malva Marina, una niña prematura e hidrocefálica, fruto de su matrimonio con Maruca Hagenaar, a quienes abandonó dos años después, momento en que mantenía ya amores adúlteros con Delia del Carril. El poeta jamás volvería a ver a su hija ni hablaría de ella. En 1942 se divorció de Maruca, aunque este hecho jamás fue reconocido por la justicia chilena, por lo que Neruda no pudo casarse con Matilde Urrutia, su última mujer.

 A pesar de tan reiterados fracasos en el amor, el escritor chileno necesitaba volver una y otra vez a amar de nuevo para poder así sobrevivir. Pero esta supervivencia a través del amor solo se logra adecuadamente no amando de cualquier manera sino con un amor al que el amante se abandone sin reservas, queriéndolo con todo su ser, con un amor al que se dé integralmente. Y esto es así porque el ser humano necesita un amor al que ame sin medida –que es la verdadera medida del amor. Se trata de lograr un amor en el que, al ahondar en sus entresijos, no se pierda el ser en una encrucijada, sino que halle el camino de una vida que le abra a la gran revelación del amor absoluto, una vida que le permita hacer de lo amado lo eterno y vivir como eterno enamorado.

 Y ello es posible. Se logra con el mismo corazón artesanal, el único que tenemos, con el que Neruda escribía su poesía –una tarea personal lo más parecida a la elaboración de un pan o un plato de cerámica. Es también el corazón con el que Santa Teresa de Ávila, después de experimentar que, cuando todas las cosas faltan, solo [el] Señor de todas ellas, nunca [falta], y teniendo en cuenta que no hay desear que se quite con menos que Dios, optó por aquella realidad que hay dentro [del ser humano] más preciosa, sin ninguna comparación, que lo que vemos de por fuera. Y la amó con un amor que imitaba el que nos tuvo el buen amador Jesús, que no es otro que la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar en cuanto pudiéremos no le ofender, pues quienes de veras [le] aman no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. Sí, idéntico corazón, pero amores muy diferentes el del vate chileno y el de la mística castellana.

 Ahora bien, para despertar a aquel amor sin olvido alcanzado por la Santa hace falta, como ella nos indica, conocer que recibimos –pues amor saca amor– y entender a Dios –ya que quien más le entiende más le ama. Con frecuencia me pregunto cómo superar la dificultad de querer despertar en alguien el amor a Dios si este alguien no sabe que recibe de Él y, sobre todo, se niega a intimar con Él. La respuesta me la da San Ignacio de Antioquía: “El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza.” Sin duda, por la grandeza de Dios –y no por nuestros argumentos– los hombres se acercarán a Él. Como mucho, nuestra capacidad de convencimiento será un instrumento por cuyo medio se manifestará aquella magnanimidad en tanto que sepamos reflejarla.

 Pedro Paricio Aucejo